reloj de pared marcaba las cuatro de la mañana, el living estaba vació, los dormitorios ocupados por el sueño, todos menos uno, porque esa hora es para la gente que es amiga del insomnio no pueda ni dormir ni nada parecido, es la peor hora para que el cerebro descanse, las neuronas juegan una linda contrapartida haciendo a las cuatro de la mañana la hora con más actividad del mundo. El muchachito instalado en su cuarto con su computadora portátil tecleaba y tecleaba con tanta emoción su cuento fantástico, tan emocionado, acababa de terminar de leer unos inéditos de Cortázar y eso le había despertado muchísima inspiración - y acá, entre nos, sabemos que la inspiración no es algo de todos los días- y tecleaba, quién diría que con la misma intensidad con la que años antes se presionaban las teclas de las máquinas de escribir. Escribía en la computadora con tanto impulso, más parecía que se iba a meter dentro de la máquina e iba a comenzar a escribir a mano sobre el documento de word. Deletreaba con tanta pasión cada letra de cada palabra de cada oración, pensaba en las palabras en francés, pensaba en ella, pensaba en el frío que tenía, en el dolor de las muñecas, en que debería estar durmiendo - y nunca despegando los dedos del teclado - se metió tanto en su historia, en el conflicto principal que ya no estaba en su habitación, y estaba volando, entre un millón de letras, de ruidito a teclado, de relojes descompuestos y cuadros de Dalí, de francés, de los ojos de su amada, de sus labios, sus brazos, el frío, y sentado en un vacío sideral seguía empecinado en terminar el nudo de su cuento y apretaba cada letra, la barra espaciadora, el enter.
De repente ya no estaba en ese vacío, estaba corriendo, sin un por qué, pero sabía a dónde se dirigía, corrió, corrió, bailó quizás también, en un vaivén de corrientes de aire que parecían el frío de la habitación y el calor de sus manos, de su alma. Y se detuvo ahí, en la puerta de la muchacha, y golpeó entusiasmado, casi como al teclado. La muchacha abrió la puerta - el portal de los dos mundos, de las dos realidades - y miró con sus enormes ojos negros, como al vacío, como a la nada. No lo miraron a él. Y abrazó al otro sujeto, al de la nada. Y el muchacho comenzó a correr de nuevo, ahora sabía que ella no lo esperaba más a el, corría y corría pero ahora sin sentido, sin dirección. Se dirigió a la base de datos de su cerebro, de su cuento, y eliminó el personaje principal de la historia. Ya nada podía tener sentido. Ya no podía sacar ni una sola frase de su mente, ni de sus manos, ni sus dedos. No habían más realidades, ni su historia, ni su vórtice de espacio-tiempo. El archivo de word ahora estaba en blanco - cómo le duele a alguien que escribe ver hojas en blanco- y recordó la nada, y ahora si sentía el frío. ¿ y toda la inspiración a dónde se había ido?
Había muerto con ella.
No hizo más que recostarse, y mirar al techo, mirar las estrellas, sentir la cama, el pasto entre sus dedos, mirar las estrellas, que dibujaban tantos destinos inciertos. Mirar las estrellas y sacar su viejo cuaderno lleno de polvo y comenzar a escribir, en las estrellas.
-que lindas palabras, que linda idea, me gustó ponerles orden-